El enemigo en el Inquisición
The enemy in the Inquisition
Rodriguez Pareja Fabian Alonso https://orcid.org/0009-0006-3892-2037
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Recibido: 27/03/2023 Aceptado: 29/05/2023 Publicado:15/06/2023
La Inquisición ha tenido, desde la historiografía tradicional, cierta fama de arbitraria y cruenta en sus condenas. En este sentido, desde el estudio de su origen, se ha postulado la tesis de que las funciones del Santo Oficio nacieron en un contexto de “emergencia penal”, como señala el prólogo de Cavallero en su Justicia Inquisitorial, por ejemplo. Es así como se puede entender de esta manera, dada la naturaleza mostrada de este tribunal, que es el precursor de un fenómeno moderno: el derecho penal del enemigo, debido a la prioridad para apartar la amenaza externa (el enemigo), por su nula garantía de que cumpla norma alguna. Sin embargo, ¿son todos estos paralelismos ciertos o se están extralimitando tales análisis? Este artículo busca responder lo que se puede considerar como antecedente o no del derecho penal del enemigo en el Santo Oficio.
Palabras claves: Inquisición, emergencia penal, derecho penal, amenaza, enemigo
The Inquisition has had, since traditional historiography, a certain reputation of being arbitrary and cruel in its condemnations. In this sense, since the study of its origin, the thesis has been postulated that the functions of the Holy Office were born in a context of "penal emergency", as Cavallero's prologue in his Inquisitorial Justice, for example, points out. This is how it can be understood in the way, given the nature shown of this court, that it is the precursor of a modern phenomenon: the criminal law of the enemy, due to the priority to remove the external threat (the enemy), because of its null guarantee that it complies with any norm. However, are all these parallels true or are such analyses overreaching? This article seeks to answer what can be considered as antecedents or not of the criminal law of the enemy in the Holy Office.
Keywords: Inquisition, criminal emergency, criminal law, threat, enemy
La Inquisición, desde la historiografía moderna o tradicional, como se prefiera decir, ha sido intensamente cuestionada, desde nuestra moral actual e imperante. No es atrevido afirmar que este tribunal, con siglos de historia marcadamente diferente entre sus diversas formas (pues han existido, estrictamente hablando, varias inquisiciones), ha sido tomado por gran parte de la comunidad académica como una muestra de irracionalidad absoluta; un tribunal sin garantía alguna (ejemplo de esto obras medulares para el estudio posterior del tribunal, como Llorente, Caro Baroja, o Boleslao Lewin; y bajo un enfoque crítico jurídico, Cavallero, citado en este trabajo), y, lo que es más importante para este artículo, un antecedente relevante para la constitución de organismos represores a través de una situación social, pudiendo ser llamada esta como “emergencia penal”.
En este sentido, es menester examinar algunos aspectos históricos y procesales de la Inquisición, para contrastar las diferencias profundas entre los diversos tribunales que surgieron, anotando como el que más información nos provee a la conocida Inquisición española, y posteriormente, el Santo Oficio en la América virreinal.
No solo esto, si no entender, en base a la refutación de ciertas exageraciones históricas, sobre su carácter como “guardiana de la Fe”, en un contexto donde esto tendría relevancia, a diferencia de la época actual; y a matizar la esencia del tribunal, o la intención general de su accionar, en aras de determinar finalmente una característica central para introducir el concepto de derecho penal del enemigo, esto es, ¿el funcionamiento del tribunal implicaba la creación de un “otro” como enemigo? Y de ser cierto, ¿priorizaba su contención, o le instaba a arrepentirse de lo cometido?
Hacer el balance implica reconocer la naturaleza gris de la Inquisición, pues, como ya se expuso párrafos atrás, se tiene una imagen de irracionalidad marcada tanto en el imaginario colectivo como en ciertos sectores de la academia. Juzgar en base a nuestra moralidad actual no debería ser labor de un historiador, pero sí de un filósofo inclinado a saber la verdad, y, por lo tanto, lo verdaderamente bueno. Entonces, la afirmación de Nietzsche, citado por Deschner, esto es, la necesidad de una historia crítica que no tenga miedo de “juzgar” al pasado1, aquí será criticada. En cualquier caso, un juicio ecuánime requiere conocer también las sensibilidades de la época en la que el suceso se desarrolló, pues no se innova en moralidad, aunque sí se acepta (o se resigna, mejor dicho), por diversas situaciones, que las injusticias evidentes sean perpetuadas por factores varios; y la moralidad, entendida como la convicción personal producto de un clima social particular, también está sujeta a cambios bruscos, totalmente incompatibles con las percepciones anteriores.
Es bastante semejante la comparación de un valor tan fundamental hoy en día para el estado moderno como el nacionalismo, el sentido de pertenencia a la nación que forma actualmente gran parte de la cultura moderna, con la fidelidad a la religión en las épocas donde ésta yacía en el núcleo de la autoridad, sin confundirse con la administración eclesiástica. Esto señala Junco, un delito contra la religión constituía afrenta semejante a lo que hoy podemoss pensarr comoo traiciónn a laa patriaa2, puess see vulneraa ell valorr quee socialmentee cohesionaa a lass personass y legitimaa lass autoridades..
ConCon este contexto dado, y una línea establecida, es necesario abarcar una sintética reseña sobre la Inquisición, con unos orígenes que se remontan a la justicia en el imperio romano, para luego proseguir y hacer una comparación coherente con lo desarrollado por Jakobs sobre el término que, de hecho, él mismo acuña: derecho penal del enemigo.
1K. Deschner, Historia Criminal del Cristianismo, Los orígenes, desde el paleocristianismo hasta el final de la era constantiniana (Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1990), 35.1K. Deschner, Historia Criminal del Cristianismo, Los orígenes, desde el paleocristianismo hasta el final de la era constantiniana (Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1990), 35.
La Inquisitio, y los delitos de lesa majestad
El proceso inquisitorial, finalmente perfeccionado en base a la recuperación de códices romanos a finales del siglo XII, venía a reemplazar otra forma de disputa legal, conocida como disputatio, consistiendo en una forma de enfrentamiento entre iguales, cada uno exponiendo sus medios probatorios, siendo el acusador el encargado de recabar estas pruebas a ojos de un tribunal imparcial. Es así como se afirma la predominancia de la acción personal para reprimir los delitos cometidos contra una persona. Ante la duda, que es, así como ahora, predominante en cualquier juicio de estas características (pues la verdad procesal es aquella síntesis y contradicción entre las verdades propuestas por las partes), se proponía un “Juicio de Dios”, u ordalía. Cavallero describe estas formas como pruebas, las cuales apelaban específicamente a un mensaje de Dios, presentándose a través de un hecho inexplicable o milagroso, como no sufrir quemaduras luego de trasladar hierros candentes, comer de golpe grandes cantidades de comida sin atragantarse, etcétera3.
Similar a estos procedimientos también eran las peleas entre el acusado y el acusador, determinando con la victoria de uno el favor de Dios por sobre el inocente o el que en cualquier caso testificó con la verdad. Este sistema poco a poco fue reemplazado por el mencionado anteriormente, el proceso inquisitorial, valiéndose más de una investigación hecha por un inquisidor en secreto.
Estas investigaciones, y la inquisitio en particular, nacen de Roma, teniendo como precedente los delitos de lesa majestad, que Ulpiano definía como aquellos delitos contra los romanos o la seguridad de los mismos. En el contexto romano, esto significaba afrentas al orden político romano, traición complotando con el enemigo, afectar el normal funcionamiento de los poderes, faltas a los deberes cívicos o religiosos, y demás delitos de la misma naturaleza.
Como es bien sabido, el cristianismo pasó de ser perseguido a
convertirse en religión
oficial del imperio con Teodosio, definiéndose como norma de fe en
el Concilio de
Nicea, con
un credo
ya unificado.
Es así
como los
deberes religiosos,
antes para
con el
emperador al ser considerado este una figura trascendente y
relacionada con las divinidades
paganas,
migra
a ser
un deber
para con
este credo
recién cimentado
y limado
de asperezas,
solucionadas ya las diversas y abundantes disputas entre los
credos que surgieron. El
principal regente de esta fe o credo era el recién convertido
emperador cristiano, quien nombró
a la
herejía, es
decir, la
negación del
credo cristiano,
como delito
de lesa
majestad.
Como señala Sáenz, para el 407, los emperadores exponen el principio fundamental: un atentado a la fe verdadera lo es también a la sociedad4. Las enseñanzas del Evangelio pasan a ser parte del concepto en sí mismo del bien común, y en general, es cosa buena que el estado debe preservar.
En el siglo V, predominan las persecuciones a herejías, sean por lo anteriormente dicho, o porque promovían conductas antisociales (como vamos a ver más adelante con los cátaros), imponiendo penas acordes al delito de lesa majestad, acompañando legislación al respecto como son el Códice Teodosiano y el Códice Justiniano, que condenaban a la muerte o a trabajos forzados a los herejes, invocando la figura anteriormente mencionada.
2 A. Junco, Inquisición sobre la Inquisición (México D.F.: Editorial Jus, 1990), 24 – 25.
3 R. Cavallero, Justicia Inquisitorial, El sistema de justicia criminal de la Inquisición Española (Buenos Aires: Editorial Planeta, 2003), 13-14.
No es hasta muchos siglos después de los Padres de la Iglesia cuando empiezan a aparecer los rasgos de un primer tribunal inquisitorial. Aun así, como se enfatizará más adelante, su carácter no era unificado y centralizador (aunque pueda argumentarse que la intención del poder eclesiástico pudo haber sido esta), si no separada, local, e incluso temporal; una medida que reaccionaba ante las nuevas herejías, peligrosas no solo en razón de la fe, la cual tiene suma importancia como antes se expresaba, también atendiendo al carácter antisocial de muchas de esas otras doctrinas.
En específico, siempre se data en la academia como en 1184 al año donde se redacta el documento precursor de la Inquisición, siendo éste la decretal del Concilio de Verona, posteriormente recolectada junto al resto de jurisprudencia canónica al respecto de la persecución de la herejía en la constitución apostólica Excomnicamus et anathematizamus, de 1231, que sí es considerada como el verdadero nacimiento de la Inquisición. Anterior a ello, diversos concilios nacionales buscaban perseguir la herejía, considerando que, en esos siglos, tales prácticas habían florecido en todos los lugares y estratos sociales pensables. Ejemplo de esto, doctrinas como la de Bogomil, sacerdote búlgaro, quien calificaba a la creación física como esencialmente mala, rechazando toda obra carnal, llegando incluso a negar el matrimonio. Asimismo, Joaquín de Fiore, finalizando el siglo XII, proclama la llegada del Anticristo, tomando como señal la muy extendida herejía cátara, también denominados albigenses, quienes fueron la principal razón de Inocencio III para intentar, en la medida de lo posible, endurecer las penas por herejías y asegurar un proceso para juzgar ello desde la competencia eclesiástica, tomando por cierto que su jurisdicción como Iglesia abarcaba a sus feligreses, lógicamente incluyendo aquellos apóstatas y defensores de nuevas doctrinas.
La nueva herejía cátara, que, por influencia del maniqueísmo, recoge una visión que implica el enfrentamiento entre el Bien y el Mal como dos fuerzas opuestas y eternas en el campo de batalla terrenal, también era estricta con sus miembros. Algunos sólo practicaban la doctrina dentro de su entendimiento y sus posibilidades, siendo creyentes; y otros, llamados “perfectos”, la practicaban en su totalidad, presumiendo de coherencia e iluminación, dedicándose a predicar la doctrina de la secta.
Esta herejía fue transversal a los estratos sociales imperantes, y se expandió de Francia, que representaba el núcleo y origen de la doctrina, teniendo allí más creyentes, hasta el norte de Italia y Alemania. La protección de ciertos señores feudales a esta corriente suscitó gran preocupación no solo entre las autoridades eclesiásticas, también entre las civiles, pues representaba una amenaza para la unidad política de la época y la “salvación de las almas”.
Los cátaros buscaban ser la respuesta a los fallos de los canónigos de la Iglesia, quienes se mostraban poco preparados para transmitir adecuadamente la doctrina católica, hasta el punto en que Inocencio III los calificaba de “ciegos, mudos, absolviendo al rico y condenando al pobre”5- Esto fe un severo problema, especialmente para las regiones más afectadas por la herejía, pues, a diferencia de sus pares católicos, los predicadores cátaros eran coherentes con lo que decían, vivían de manera más austera, y en general se mostraron con más conocimiento y gran persuasión.
Esto no excluye el hecho de que los albigenses sean promotores de conductas antisociales, y de gran extremismo hasta para nuestras épocas más recientes. Hoz señala sobre las creencias y tradiciones de esta doctrina que principalmente impartían el bautismo y el consolamentum cuando llegaba la muerte6. Compartían con los monjes la austeridad, denunciando el materialismo y las riquezas excesivas. Sin embargo, su proclama era extrema y se separaba radicalmente de cualquier doctrina católica: el mundo es producto del demonio, pues es cosa terrenal; en este sentido, toda cosa carnal debe ser reprimida, como el matrimonio. La forma en la que los perfectos aseguraban salvación era principalmente a través del padrenuestro dicho antes de morir, habiendo vivido una vida sin excesos, simple, pero de carácter espiritual.
Por estas razones, principalmente el rechazo al matrimonio, en conjunto con la firme resolución de estos albigenses a desobedecer a sus señores feudales, fueron las últimas gotas que rebalsaron el vaso, en cuanto además de atentar contra la fe de los pueblos de la época, también aportaban a la extensión de conductas tachadas como indeseables. Es así como, antes del Concilio de Verona, existió la decretal Vergentum, donde se igualaba la herejía con el crimen de lesa majestad, por lo cual el hereje podría ser condenado a muerte por la autoridad civil.
No hay que olvidar que, dentro de la doctrina de los Padres de la Iglesia, y aquella que es tributaria a la misma afirmación de verdad que contiene la doctrina católica, la ley temporal correspondiente a las autoridades civiles estaba sometida a las leyes divinas que eran de estricta observancia siempre, al ser demandado su cumplimiento por Dios. Las competencias civiles no deben juntarse, sin embargo, con las eclesiásticas, razón principal por la cual desde Verona se sacramentó uno de los principios de la Inquisición más importantes: tanto el delito como la ejecución de la sentencia nacían del poder civil, no del eclesiástico. Las herejías constituían delito civil, pero la investigación para determinar la existencia o no de tal falta eran competencia de la Inquisición, ya que por su posición de guardianes de la doctrina conocían ésta mejor que nadie, y podían dilucidar un error intencional con otros que eran producto de la ignorancia, para posteriormente “relajar al brazo secular”, ejecutando el poder civil la condena proscrita anteriormente.
Dentro de los documentos creados que terminan perfilando la Inquisición como tribuna están el Sínodo de Tours en 1163, el Concilio III de Letrán en 1179, la decretal Ad Abolendam hecha en el Concilio de Verona antes mencionado, tanto como la Bula Vergentis in senium y el Concilio IV de Letrán, en 1199 y 1215 respectivamente, promovidos por Inocencio III.
A esta etapa se la llamada episcopal pues recaía en la responsabilidad de los obispos el poder perseguir y juzgar las herejías que se presentaban en sus diócesis, sin separar el hecho de que los mandatos que organizaban primariamente tales tribunales eran los papales. Sin embargo, en los siglos posteriores, fueron los mismos pontífices quienes apuntaban a funcionarios de su confianza como inquisidores, para poder fiscalizar de mejor manera los juicios que se desenvolvían, sin quitarle enteramente la jurisdicción al obispo, al ser él la mayor autoridad en su diócesis.
4 R, Sáenz, La Inquisición Medieval. Una Institución de Cristiandad (Guadalajara: Editorial APC, 2005), 10.
5 J. Martín de la Hoz, Inquisición y confianza (Madrid: Homo Legens, 2010), 25-26
6 Ibídem, 25.
En consonancia con uno de los primeros párrafos del anterior capítulo, es la constitución apostólica Excomnicamus et anathematizamus, la cual sintetiza todo lo antes expuesto, haciéndola ley universal, y finalmente resolviendo que es deber de la Iglesia perseguir la herejía, haciéndola de su competencia exclusiva, además de aprobar las penas antes impuestas, como la quema en la hoguera.
Antes de ello, los emperadores estaban plegándose a la demanda de la comandancia espiritual para perseguir adecuadamente la herejía. Luis VIII, rey de Francia, condenó civilmente la herejía indicando que todo condenado de manera firme por el Santo Oficio debe ser castigado con la premura requerida, y sobre los que apoyen de alguna manera a estos deben ser acusados y condenados del delito de infamia. Por su parte, Federico II adopta lo aportado en el IV Concilio de Letrán, elevando sus mandatos contra los herejes a norma de rango imperial. Fue Honorio III quien se encargó, como árbitro entre la Liga Lombarda y Federico, de introducir a las legislaciones civiles en las dispersas ciudades del sacro Imperio estos decretos conciliares, finalmente terminando el trabajo en 1227.
El papa Gregorio IX, responsable de la constitución apostólica, fue igualmente artífice de un tribunal supradiocesano, bajo la premisa de que los cátaros se estaban expandiendo y la jurisdicción de las diócesis quedaba pequeña. En este sentido, se expande la figura de la inquisitio, de donde se establece, finalmente, el nombre de tribunal inquisitorial o inquisición, no basado en un carácter único de este mismo tribunal, pues existe la concepción de los tribunales estatales actuales en base al estado moderno (con una jerarquía concreta y jurisdicción nacional e unificada), pero fundamentado, en cambio, en autoridades temporales con diferentes criterios cada uno.
Sobre esto, Kamen hecha luz sobre el dilema del carácter de la inquisición, refutando la imagen moderna de un único tribunal sanguinario que se expandió por sobre todo el sur europeo, o aun peor, del tribunal inquisitorial español que representó prácticamente el total de la represión, lo cual será abarcado en un capítulo posterior.
Se puede decir, entonces, con base en este autor, que los poderes imbuidos de la inquisición eran más bien locales y temporales, pues no existía una organización superior que dictara reglas específicas bajo estricto cumplimiento, no había tal cosa como un código inquisitorial y menos una organización supranacional que fiscalizara el seguimiento de tal cuerpo jurídico inexistente7. La Iglesia dio pautas generales que fueron seguidas bajo la jurisdicción de cada territorio del reino, y éstas eran también fuertemente influenciadas por los fueros locales, celosos de su propia jurisdicción.
Existieron, ciertamente, una cantidad de manuales, que se convirtieron en las principales instrucciones para los inquisidores futuros, siendo el más antiguo registrado uno francés de 1248. Desde esa fecha no se conoce otro más hasta el manual de Bernard Gui en 1324.
Hablando de manera apropiada, entonces, no se puede adjudicar a esta inquisición medieval (mejor ilustrada como una serie de tribunales con objeto de corregir la herejía y de proceso inquisitorial o inquisitio), como una realmente organizada hasta siglos más tarde, con la española de 1480, y la italiana o romana de 1542, esta famosa por enjuiciar a Galileo. Es por ello que estos tribunales fueron de carácter temporal, siendo activos tan solo cuando se atestiguaba de grandes herejías como fue en su momento la cátara, existiendo para estas situaciones comisiones pontificias, enviados del Papa con la labor de reprimir herejías en zonas y tiempos muy concretos.
Pasado el tiempo, y reclamándose los excesos en los tribunales inquisitoriales, especialmente en relación con la pena de muerte y los draconianos mandatos sobre el procedimiento, esta tendencia empezó a retroceder. Es conocido el criterio de Hernando de Pulgar, por ejemplo, secretario de estado de los Reyes Católicos y posteriormente su cronista, sobre la quema en la hoguera como condena, señalando que el fuego no ha de ser forma de propagar la fe y formar buenos cristianos, no más que el agua de los obispos antiguos al bautizar.
Muestra de esta reintroducción a la clemencia defendida por Inocencio III fueron los decretos de los sínodos tanto de Carbona como de Beziers, en 1243 y 1246, respectivamente. Finalizando esta nueva corriente, Clemente V confirma el ablandamiento de ciertas medidas en el Concilio de Vienne de 1311, sosteniendo que igualmente se busca permanecer en la fe a la mayor cantidad de feligreses posibles8.
Esto significó una victoria definitiva, además, de los canonistas y juristas por sobre los teólogos, estos últimos más preocupados en el tratamiento adecuado de la herejía por los medios necesarios. En cambio, los juristas, apegándose a su visión del mundo regida por normas claras, apostaron por procesos prístinos y rigurosos, buscando probar de manera certeza la presencia de herejías. Los efectos de esta victoria se verían en las inquisiciones española y romana, siendo las que siguen cronológicamente, y teniendo mayor información disponible de la primera, por un celo administrativo, a veces tildado de excesivamente burocrático.
Con esto, cabe recordar que las inquisiciones episcopales no se
extinguieron, de hecho,
mantuvieron su
funcionamiento cuando
se requería,
recordando que
nunca fueron
de naturaleza fija: eran creados por el obispo, máxima
autoridad de su diócesis. Muestra de
esto es la presencia de tribunales episcopales en Países
Bajos durante el siglo XVI, que
mantuvieron su
independencia a
pesar del
reinado de
Felipe II,
quien advirtió
sabiamente el
desastre que
resultaría de
importar una
forma relativamente
centralizada de
la inquisición
como fue
el caso español.
Finalmente, para pasar a una breve reseña de la Inquisición española, con diferencia la más famosa por cómo se la muestra en la cultura popular, además de una explicación de los procedimientos inquisitoriales, recalcar que el carácter de las herejías no solo era perseguido por contrario a la fe, o al pueblo católico, tanto como al soberano quien legitimaba su autoridad a través de la religión; muchas veces en realidad los herejes presentaban conductas antisociales y extremistas, incluso para nuestra época actual. Los cátaros, por ejemplo, debido a su odio por lo carnal, como antes expusimos, promovían incluso el suicidio, y despreciaban la procreación, pues esta perpetuaba la carne, y, por lo tanto, el pecado9.
Esto contribuye al análisis general de cuál era realmente la intención de la inquisición, llámese episcopal, española o romana, pues si bien la esfera eclesiástica buscaba corregir la herejía, dando abundantes oportunidades, como pronto se verá (de hecho, dejando de última opción la quema en la hoguera para el pertinaz que no solo vive, si no propaga la herejía), ciertamente también hay un aspecto de prevención y persuasión para evitar la conducta antisocial muchas veces vinculada con la herejía.
7
Henry Kamen, “Cómo fue la Inquisición”, Revista
de la Inquisición: (Intolerancia y derechos humanos),
n.
2
(1992):
12.
8 De la Hoz, Inquisición y confianza, 31
Se sabe mucho sobre el carácter especial de la Inquisición española, aunque poco se habla sobre las razones particulares que, antecediendo la misma, configuraron muchos aspectos para el futuro del tribunal. Por lo cual el aspecto importante a investigar es el entorno y las condiciones por las cuales se genera y forma la Inquisición.
El aspecto clave es, en definitiva, la raza; o, mejor dicho, los judíos conversos, llamados despectivamente “marranos”. A pesar de la imagen fuertemente arraigada en la cultura popular del antisemitismo de la sociedad castellana, lo cual condicionaría el nacimiento del tribunal, lo cierto es que existen matices varios que indicarían una lucha de poderes entre los oligarcas cristianos “viejos”, es decir, con antepasados probados cristianos, y los oligarcas nuevos, judíos conversos.
Las élites judías, convertidas desde 1391, coparon puestos de gran importancia en la corona de Aragón y ciertas ciudades dentro de Castilla. Tenían gran ventaja al ser aceptados dentro de las élites cristianas, y, por lo tanto, accedieron a puestos de poder, aunque principalmente donde ya existía una relevante minoría hebrea. En Cuenca, por ejemplo, los judíos representaban casi el total de porcentaje de los cargos del concejo municipal.
Estas conversiones aumentaron sobremanera en los siglos XIV y XV, sin que ello implique un descontento social grande común a todo lo que hoy es España. En Toledo se dieron las primeras luchas de poder entre judíos conversos y cristianos viejos, polémicas promovidas por el rey Juan II, que resultó en la promulgación de un documento prohibiendo a los conversos cualquier función pública, cosa finalmente aprobada por consejo municipal en 1449, además de otras medidas en detrimento de la comunidad judía conversa.
Estas leyes de tinte discriminatorio (aunque enmarcado, como mencioné anteriormente, en un problema que concernía a las esferas de poder de la época) llegó a oídos del papa Nicolás V, quien inmediatamente después publicó Humani Generis Inimicus, defendiendo el derecho de los cristianos (incluso convertidos) a acceder a cargos, sin importar su origen racial. Sin embargo, en el transcurso de las décadas, la balanza se orientó favorablemente a los cristianos viejos, con la confirmación del estatuto municipal por parte de Juan II. Varios años después, Enrique IV mantendría los cargos municipales de todos aquellos cristianos viejos que habían entrado reemplazando a los conversos expulsados.
Tendencias como esta, por el momento, eran locales, pues era un asunto de Castilla; en otras ciudades los conversos representaban gran parte de la oligarquía regional como es el caso de Burgos y Ávila, no existiendo un alboroto general en los reinos de la península desde 1391. Resaltable es el caso del arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo, quien llegó a condenar la existencia de gremios raciales como las órdenes solo para conversos, sosteniendo la unidad en la iglesia, una sola grey sin importar el origen de sangre, sea judío, griego o gentil, condenando a excomunión a cualquiera que crease gremio racial de ese tipo.10
Lo cierto es que el asunto de los conversos pasaba por la creencia de un fenómeno oculto a los ojos de la población, el llamado criptojudaísmo, o la práctica de la religión judía entre los ya conversos. La discusión sobre su existencia fue intensa, y la Inquisición española sirvió para despejar las dudas, si bien existía un clima previo de gran tensión, lo cual no aporta a un juicio favorable sobre su objetividad al lidiar con esta cuestión.
En 1477, la reina Isabel, quien sucedió a Enrique, su hermano, mientras estaba en Sevilla, escuchó y fue influenciada por las exposiciones de Alonso de Hojeda, prior de los dominicos de Sevilla, por lo cual se convenció, al menos parcialmente, de la existencia de este problema antes mencionado, el de los conversos, aquellos nuevos cristianos que secretamente practicaban el judaísmo.
El nacimiento formal de esta Inquisición española, si bien con una competencia territorial principalmente aplicada en Andalucía y discutida en los siglos que pervivió, hasta inicios del siglo XIX, fue en 1480, con la asignación de una comisión inquisitorial integrada por Juan de San Martín y Miguel de Morillo, fungiendo Ruiz de Media como asesor, todos ellos dominicos. Estos roles se dieron en el cumplimiento estricto de la bula papal de Sixto IV, concedida el 1 de noviembre de 1478. Con esto se dio por instaurada la persecución de judaizantes por toda la región andaluza.
Desde estas fechas hasta 1492, cuando finalmente se expulsa al pueblo judío de la península, se contaba con ocho tribunales castellanos, entre Córdoba, Ávila, Jaén, Medina del Campo, Segovia, Siguenza, Valladolid, y Toledo, resaltando Kamen el carácter provisorio de estos, además de ser más activos los del sur que los del norte11.
Ciertamente, si el inicio de este tribunal inquisitorial, el primero permanente, fue marcadamente antisemita, estos años fueron los más activos en su persecución. Posteriormente los esfuerzos del Santo Oficio se avocaron a la herejía morisca (cristianos nuevos, convertidos del islam) o a la protestante, pero queda ese marco donde los principales sospechosos son los que conforman las minorías de convertidos. Surgieron, además, diversas reacciones contrarias no al celo religioso de la inquisición, sino a su competencia. Aragón, por ejempló, expulsó a los inquisidores de sus tierras a principios del siglo XVI para instituir su tribunal propio. Los mismos castellanos no estaban acostumbrados siquiera a una institucionalización del delito de herejía, menos a su condena: la pena de muerte por la hoguera.
9 Sáenz, La Inquisición Medieval. Una Institución de Cristiandad, 13.
10 H. Kamen. La Inquisición Española (Barcelona: Editorial Planeta, 2013), 49.
11 Ibídem, 62-63.
Factores que agravaron el antisemitismo son el carácter cerrado de los cristianos nuevos, en especial de sus oligarquías, quienes constituían nación en el sentido de que tenían un arraigo propio, se consideraban separados a los cristianos viejos por cuanto mantenían su linaje judío, bendecido por Dios, al mismo tiempo que profesaban la fe verdadera y al Cristo. Podría calificarse como orgullo desmedido, o autodefensa por los estigmas que el pueblo y las élites contrarias promovían, lo cierto es que no se produjo una conciliación adecuada entre los dos sectores sociales, aunque los conversos ciertamente hayan sido en gran parte ortodoxos y genuinamente convencidos de su religión; también está el hecho de que los prejuicios del pueblo llano fueron instrumentalizados por las oligarquías viejas, pues estos ya contenían gran frustración sobre el pueblo judío. Hay testimonios de todo tipo, incluso literario, que acredita este fervor antijudío como válvula que liberó la frustración del pueblo llano al no verse con los privilegios y la responsabilidad social de las élites, considerando también que los “comunes”, de mayoría campesina, no se habían juntado en su gran mayoría con linaje judío12.
Todo este clima represivo, cabe repetir, solo fue característico de la primera etapa de la Inquisición Española. Cuando el rey Fernando deja en su testamento el pedido para que la Inquisición, un tribunal supuestamente erigido ante la crisis de los conversos, se mantenga, y cuando el rey Carlos cumple tal petición, es seguro afirmar que se inaugura una tradición donde la Inquisición se fusiona con las demás instituciones de la cotidianeidad, pasando a ser parte del día a día. Sin embargo, los elementos del tribunal que delatan su pretendida temporalidad siguieron presentes hasta su extinción en el siglo XIX.
Solo por alegar lo obvio, el tribunal inquisitorial no disponía de una fuente constante de ingresos, por lo cual su funcionamiento tampoco podría ser permanente. Hay una corriente historiográfica clara que atribuye a la Inquisición española un carácter tiránico y en la práctica omnipotente, en su vigilancia de la herejía, así dirigiéndonos a las críticas de Cavallero, antes mencionado; lo cierto, como finalmente sentencia Kamen, los tribunales inquisitoriales dejaron de funcionar en el noroeste de España luego de su gran actividad en Andalucía, o el caso mallorcano, donde por ciento cincuenta años, desde 1536 a 1975, no se hizo ningún proceso13.
La Inquisición española tampoco representaba, en la psique de la población, una amenaza constante, capaz de poner en vilo la credibilidad de cualquiera, y, en general, un tribunal que impartía miedo a los súbditos del rey de España a través de los castigos ejemplares. Más allá de las afirmaciones de grandes tratadistas del derecho penal inquisitivo como lo fue Francisco Peña, quien afirmaba que el objetivo de la Inquisición no era la reforma del pecador, más bien el terror del cuerpo social para disuadirlos a desviarse de la preciada ortodoxia, y si bien hay que reconocer el valor de esta rigurosidad puesto que toda la estructura y roles sociales la presuponían14, también a la luz de estas metas habría que juzgar si la justicia inquisitorial era el método idóneo; pero, por lo desarrollado, podemos afirmar que, en gran parte de su vida, muchas personas, en especial de las zonas rurales, no habían observado de cerca un proceso inquisitorial, sin exceptuar que el proceso inquisitorial ordinario contemplaba etapas donde la confesión sincera eximía del delito a los herejes, como vamos a ver en el capítulo próximo.
Para culminar con refutar del todo la idea del tribunal español todopoderoso que inspiraba miedo, Pulido y Childers hacen gran labor recopilando en los documentos inquisitoriales testificaciones de la gente común, entremezclada en el gran núcleo urbano madrileño de 1639, sobre el azote a un Cristo crucificado, confesado por un niño de entre seis a siete años, y escuchado por el padre jesuita Juan Bautista Poza. La acusación para el padre era cierta, sin lugar a dudas, pues existían antecedentes de judíos portugueses azotando Cristos, un evento así fue razón del Auto de fe de 1632. Para componer el caso, Adam de la Parra, inquisidor, recabó testimonios de gran parte de vecinos cercanos a la familia portuguesa allegada al niño, ante lo cual ellos mencionaron conocerlos poco, pero que parecían buenos cristianos15. En suma, como concluyen sobre esta anécdota los autores, la colaboración del pueblo en materia de testimonio no parecía sugerir que existía miedo hacia el tribunal, sino todo lo contrario, en el caso del profesor del niño, este incluso se extralimitó de sus funciones, y todos colaboraron de manera espontánea y pacífica. El trabajo de la Inquisición, que se componía en la práctica de recolectar declaraciones de testigos como éstos, no hubieren sido posibles sin su cercanía a la población general.
Incluso en un caso como este, donde no se pudo identificar a ningún “azotacristo”, muy para el pesar de Adam de la Parra, se muestra una relación entre los tribunales inquisitoriales y los madrileños que no denota grado alguno de represión, o intimidación, todo lo contrario.
Cuando el último condenado por herejía fue ejecutado, no por la Inquisición española, pero por un tribunal de fe erigido en su reemplazo, en 1826, fue ahorcado y quemado “simbólicamente” pintando llamas en el barril donde yacían sus restos16; ya el Santo Oficio (más que el tribunal en sí, su figura mítica), había sido señalado y expurgado lentamente de la sociedad desde su primera supresión. Es el régimen francés, que ocupó España en 1808, el cual quita potestad al tribunal, eliminándolo; posteriormente, fue nuevamente abolida en las Cortes de Cádiz en 1813, quienes, en una votación con noventa votos a favor, sesenta en contra, llegaron a este acuerdo. Fernando VII la restauró para suprimirla finalmente en 1820. Eran los últimos años de una institución moribunda desde mediados del siglo XVIII, solo sirviendo para propósitos políticos en esa etapa, contra los ilustrados españoles (ejemplo de esto es el caso de Pablo de Olavide), quienes contraatacaban con la imprenta, estableciendo una guerra de propaganda que la Inquisición nunca respondió, pues sus reglas que instaban al secreto de sus procesos los alentaban a retraerse del debate público. Fue una guerra finalmente ganada por los ilustrados y liberales españoles, quienes impusieron como parte de la nueva narrativa la figura tenebrosa y retrógrada de la Inquisición, filtrándose en la academia hasta nuestros días.
12 M. García Olmo, Las razones de la Inquisición Española, Una respuesta a la Leyenda Negra (Córdoba: Editorial Almuzara, 2009), 207.
13
Kamen,
La
Inquisición
Española,
96
–
97.
14 J. Contreras, Historia de la Inquisición Española (1478 – 1834) Herejías, delitos y representación
(Madrid: Arco Libros, 1997), 29-30.
15 J. Pulido Serrano y W. Childers (dirs.), La Inquisición vista desde abajo. Testificaciones de gente corriente ante el Santo Oficio (Madrid: Iberoamericana, 2020), 34.
16 Kamen, La Inquisición Española, 381.
Antes de proceder a inquirir sobre el derecho penal del enemigo, y, por lo tanto, de esta figura del enemigo en la Inquisición, es menester culminar el análisis de la misma estableciendo bajo qué delitos actuaba y cuál era su proceso ordinario, recordando, nuevamente, que solo son rasgos generales, existieron diferencias claves entre determinados tribunales, y que la jurisdicción inquisitorial abarcaba exclusivamente al católico bautizado, evidencia de esto fue el juzgamiento de los nuevos conversos judíos, tan solo en el bautizo se les aceptó en la Iglesia, y bajo ese criterio se persiguieron sus herejías. A pesar de esto, es posible identificar la competencia de la Inquisición sobre categorías concretas de delitos, alguno de estos solo en una época concreta, siguiendo la clasificación de Iturralde:
Delitos contra la fe y la religión, entre los que se cuenta la herejía en sus diversos tipos, el apostatar o el seguir movimientos heterodoxos, contrarios a la ortodoxia católica.
Delitos contra la moral y las buenas costumbres, como la sodomía, la bigamia, supersticiones varias, entre la que aparece la brujería, o falso testimonio.
Delitos contra la dignidad del sacerdocio, por ejemplo, hacer misa sin ser sacerdote, hacerse pasar por eclesiástico, solicitar en la confesión favores sexuales, etc.
Delitos contra el Santo Oficio, que componían cualquier actividad que entorpezca una investigación inquisitorial.
Censura inquisitorial, que era posterior a la censura civil, de esta revisión se podía concluir en la purgación o la prohibición del material censurado17.
El proceso inquisitorial se puede caracterizar primero como un juez que busca la confesión antes que la condena. No está de más recordar que, a pesar de las intenciones disuasorias del tribunal, el delito de herejía era también civil, solo que los tribunales de fe, al ser de jurisdicción eclesiástica, podían dilucidar mejor la existencia de la herejía. En esta misma línea, el interés del tribunal no estaba necesariamente en la culminación del proceso por la hoguera, sino que insistían con el arrepentimiento. La herejía era un delito que yacía en el fuero interno de la persona, es el convencimiento interno de él en desviarse de la ortodoxia lo que configuraba la falta. Ciertamente, se requería una cantidad de pruebas concretas, o sea, la herejía en su dimensión pública, o el hereje manifestando su fuero interno en el exterior, pero esto no cambiaba la naturaleza del delito, que era el pensamiento sobre determinada cosa, finalmente. Por ello, pasar por la Inquisición podría ser la última oportunidad de arrepentirse, hasta tan solo de palabra en casos no reincidentes, antes de ser relajado al brazo secular, quien era el que finalmente aplicaba la pena estipulada para la herejía: la muerte.
Muestra de esto es la forma en como estaba estructurada la actuación inquisitorial, como una serie de etapas que comienzan con la preocupación general sobre la herejía en una determinada localidad, ofreciendo un Edicto de Gracia que instaba a todos, incluso los herejes, a buscar perdón por sus faltas sin las consecuencias penales que dictaban las leyes civiles. Estos edictos entraban en vigor al instituirse nuevo tribunal o ante la proliferación de la herejía en algún lugar en concreto.
Después de esta etapa, proseguía el inicio formal de una investigación inquisitorial, pudiendo originarse por una denuncia externa o por motivación propia de un inquisidor. Sobra resaltar la necesidad de una abundante cantidad de pruebas para proceder con la retención del acusado, lo cual de hecho era una medida cautelar en el proceso, símil con lo conocido hoy en día con el mismo nombre, donde ante el peligro de fuga u obstaculización se ordenaba una prisión preventiva. Para que ésta sea efectiva, se necesitaban al menos siete testimonios.
Si la denuncia se consideraba válida, pasando lo requerido, y los testigos se afirmaban en lo vertido en el proceso al frente de dos personas, llamadas honestas18, que podían ser dos curas conocidos como probos y ajenos a la Inquisición, o dos vecinos con las mismas cualidades, se podía proceder al arresto, lo cual dependía igualmente de la gravedad de la falta y la seguridad de las pruebas recabadas.
La audiencia de moniciones, anterior a la fase procesal propiamente dicha, consistía en tres reuniones, espaciadas según las circunstancias del reo, que conminaban al acusado a reconciliarse con la fe, abjurando de su heterodoxia. Fuera de ello, el sospechoso podía incluso solicitar la presencia del inquisidor para hablar y pedir consejo. Después de estos tres intentos, se procedía a presentar la acusación, tarea del fiscal de turno.
La fase procesal en sí misma empezaba con la acusación, que era leída al reo y su abogado enteramente, los cuales tenían un plazo de tres a nueve días para presentar prueba en contrario y eximirle de lo acusado. En este recurso existía un principio de conducencia para las pruebas, lo cual evitaba la presentación de aquellas inverosímiles. Se volvía a entrevistar a los testigos, quienes eran escrutados en su testimonio extensamente, por si se encontraba alguna contradicción o inexactitud. Se realizaban en el marco del proceso inquisitorial una serie de audiencias, las cuales se conformaban por las deposiciones de acusado y defensa, siendo todo anotado por un notario de confianza. No existía un límite para el tiempo del proceso, dependiendo enteramente de la complejidad o cantidad de pruebas de cada caso, aunque no duraban normalmente más de un año.
Todo proceso entraba a su parte final con la expedición de una sentencia, para lo cual se frecuentaba a los asesores, expertos en diversas materias que actuaban de apoyo al tribunal. Quienes sentenciaban eran aquellos inquisidores, representante del obispo, y demás consultores, integrados en un Tribunal de Fe, votando sobre la condena en mayor o menor grado, o absolución del acusado. Los tres grupos tenían que ser concordantes en la votación, o al menos se requería la unanimidad de los votos de los inquisidores y el representante. Los votos debían ser justificados, razonados ante todos los miembros del tribunal, para saber con la mayor exactitud posible los motivos detrás del mismo. En base a este juicio, al acusado se le podía absolver completamente de toda culpa; dar el veredicto de expiación, por lo cual se suspendía indefinidamente el proceso ante la falta de pruebas para demostrar la inocencia o culpabilidad del acusado, pidiendo una cantidad de testigos que den fe de la probanza del procesado para así ser puesto en libertad; podía ser condenado de abjuración, esto es, renegar de la herejía y asegurar la permanencia en la fe cristiana mediante pena y juramento; y quien era declarado como hereje por primera vez podía aducir arrepentimiento, y con esto, la conmutación de la pena de muerte a una más leve, como el sambenito, cárcel, o confiscación temporal de sus bienes, mientras que el reincidente sí era mayormente dispuesto a las autoridades civiles para su ejecución de manera directa.
A partir de todo lo desarrollado, se puede afirmar que el proceso inquisitorial cubría de garantías al reo sospechoso de heterodoxia, dándole derecho a un abogado, a tener pleno conocimiento de lo que se le acusaba, la posibilidad de apelar los autos de prisión o de tortura, y la sentencia al Tribunal de Fe e incluso a Roma en algunos casos, de llamar a cuantos testigos pudiese proveer, denunciar a testigos hostiles, los cuales carecían de credibilidad, aducir atenuantes de todo tipo, incluso la ignorancia sobre la heterodoxia en cuestión, y a rehuir las penas más gravosas sólo confesando el pecado cometido. La estructura inquisitorial, toda su maquinaria, se orientaba al resultado del arrepentimiento, en cualquiera de las instancias, hasta el punto de dar tiempos prudentes para la confesión sin que esta acarree consecuencia alguna penalmente. No se puede acusar al tribunal de gran crueldad, considerando que, para la época, sus métodos y procesos eran definitivamente benignos. El cuestionamiento medular acaba siendo, finalmente, el hecho de investigar y castigar en base a un delito de pensamiento, peor aún, de una desviación a un dogma religioso. Pero esto, y repitiendo lo dicho en la introducción, no era cuestión inquisitorial, se conocía sobremanera (y se asumía así) la doctrina por la cual las leyes divinas debían regir las civiles, lo cual definió el actuar no sólo de civilizaciones cristianas, sino de toda comunidad que se fundamentaba en la religión. Ejemplo de esto la justicia rabínica judía19, cosa común hasta después de la Revolución Francesa y el advenimiento de las ciudades estado.
17 C. Iturralde, La Inquisición, un tribunal de misericordia (Buenos Aires: Ediciones Parresía, 2019), 234.
18 Ibídem, 292.
El derecho penal del enemigo ha sido un fenómeno de naturaleza esquiva para muchos autores, sin que esto afecte que se le condene por razón de ir en contra del derecho penal del “ciudadano”, es decir, por despersonalizar al que en una situación ordinaria sería un sujeto de derechos.
Para entender el concepto, hace falta aclarar varias cuestiones. Primeramente, no es una tesis que defienda la implementación de un régimen de derecho penal específico, aunque proposiciones como éstas sí existen, más es una observación a la categoría de enemigo, que siempre ha sido utilizada por el derecho penal desde la iusfilosofía presente en modernos como Kant o Feuerbach, ideas comprimidas por Jakobs que serán desarrolladas posteriormente para analizar el derecho penal del enemigo y sus orígenes. Además, como bien anota él mismo, la manifestación clara del concepto de enemigo en el derecho penal se da de manera progresiva, existe un rango de posibilidades, o tendencias opuestas en un solo contexto jurídico penal, las cuales casi nunca se manifiestan en puridad: desde un derecho penal del ciudadano que juzga el hecho delictivo, e igualmente necesitará algún grado de aseguramiento para prevenir futuros riesgos; hasta el proceso penal contra un terrorista que igualmente recibe tal proceso, y ciertos derechos limitados, al menos20.
Asimismo, se concibe a estas dos corrientes como diferentes, de todas maneras. Atendiendo al carácter polisémico del término “derecho penal”, y el hecho de que todas las disciplinas penales gestadas desde la modernidad puedan denominarse así, en necesario dividir, así como hace García Cavero, en criminología, ciencia jurídico penal, y política criminal21. Estos conceptos tienen un entendimiento tradicional, pero a la luz del concepto de enemigo, cambian orientándose hacia la identificación y retención del enemigo criminal, de la sistematización de la doctrina jurídico-penal sobre el enemigo, y las medidas requeridas para prevenir al enemigo en su actuar dañoso.
Como se observa, aquello que parte caminos entre un derecho penal ordinario (del ciudadano) y un derecho penal del enemigo es la conceptualización de este último término. Ciertamente, hay elementos híbridos o entremezclados entre uno y otro “derecho penal”, pero cuando uno se va acercando más a la tendencia del enemigo, más clara se hace la necesidad de definir quién o qué es esto, y cuál es la institución o instancia que puede calificarlo como tal.
19 Ibídem, 85-86
20 G. Jakobs y M. Cancio Meliá, Derecho Penal del Enemigo (Madrid: Civitas Ediciones, 2003), 21 - 22
El dilema del enemigo es aquel que se presenta con la dicotomía culpabilidad y peligrosidad o si la imposición de la pena es por contradicción o aseguramiento. Está en extremo claro que es enemigo aquel quien presenta una amenaza latente, ha demostrado que no está dispuesto a someterse a derecho, y ante la falta de garantías de que sus acciones antijurídicas cesarán, se priorizan medidas de contención.
En esta línea, hay una larga tradición de iusfilósofos, así entendido por Jakobs22, quienes partiendo de una base contractualista, determinan al enemigo como cualquier delincuente, pues éste ha rechazado el contrato social (Rousseau y Fichte hasta cierto punto), o el enemigo es solamente quien comete alta traición (Hobbes)23. Kant, quien se acerca a la línea de este último autor, identifica a un enemigo en concreto: quien, negándose a entrar a una constitución ciudadana, representa constantemente amenaza pues se niega a ofrecer mínima garantía de la legalidad de sus acciones, de hecho, ni siquiera se somete a la misma24.
Ciertamente, y como reconoce Jakobs, tanto Hobbes como Kant reconocen un derecho penal del ciudadano que se extiende a los que permanecen dentro de la estructura jurídico-penal del estado, no delinquiendo de modo persistente por principio, conservando el criminal su estatus jurídico como persona25, pero en el caso de los enemigos, sobre éstos pesan medidas de seguridad. Justamente, estas medidas se dan en función de su peligrosidad, pero la culpabilidad también entraría a tallar en la pena, máxime si se está condenando a quien anteriormente cometió un injusto. Esta polémica Jakobs la enmarca con dos autores, Grolman y Feuerbach. Para el primero, la consumación de un hecho delictivo cualquiera, no afectaba solo por los efectos de este delito, sino por la manifestación del abandono de la voluntad para dañar a otras personas, presunción necesaria para la convivencia en sociedad, por lo cual, este autor propone, es necesario el restablecimiento de esta suposición con la amenaza o la intimidación, pasando cualquier delincuente a ser sospechoso de haber dejado el derecho, y ser, entonces, algún grado de enemigo. Para el segundo autor, sin embargo, la cuestión propuesta por Grolman falla en cuanto al derecho no le compete el convencimiento moral interno de la persona para respetar o no el derecho, además de que, para el mantenimiento de la suposición fundamental, o sea, el convencimiento del prójimo y su compromiso por no violentarse, es suficiente la policía. Se concluye con reconocer el aporte de ambos autores, si bien Grolman peca de unidimensional en el objetivo del derecho penal, y Feuerbach de ingenuo al no contemplar lo cierto en las observaciones del primero, que es necesario la garantía de la persona, el aseguramiento de que se comportará como una persona en derecho26.
21 P. García Cavero, Derecho Penal. Parte General (Lima: Ideas Solución Editorial, 2019), 40
22 Jakobs y Cancio Meliá, Derecho Penal del Enemigo, 35-36
23 Ibídem, 29
24 Ibídem, 37-38
25 Ibídem, 32-33
Persona, como concepto, es uno totalmente plástico y dependiente del concepto, pues será diferente referirse a la persona jurídica que conformamos para determinada empresa, que, por ejemplo, a la persona como sujeto biológico e individual. En este sentido se puede afirmar que persona en Derecho es aquel pasible de derechos subjetivos y deberes, aunque existen diferentes instancias que cambian estos elementos, como es el caso de un niño, quien no puede casarse, o un congresista, quien tiene el derecho de voto en el parlamento y presentar proposiciones legislativas.
Entendiendo esto, se afirma que el enemigo no es aquel despersonalizado completamente, sino aquel que, siendo persona, pasa a ser juzgado bajo otro prisma, sin olvidar que es persona y todavía es pasible de derechos: Guantánamo, si bien ha restringido al mínimo a la “persona” antes descrita jurídicamente, no la ha eliminado por completo, todavía mantiene derechos escasos, pero derechos al fin y al cabo27.
Siguiendo con este razonamiento, el enemigo es persona, en definitiva, pero uno que ha sido apartado de la sociedad pues cognitivamente ya no ofrece garantías de que vaya a cumplir su rol social como alguien con el deber de no dañar. Como es obvio, al interactuar con el prójimo uno no espera automáticamente un daño, si bien previene por si acaso, pues se sabe que el deber de no dañar no implica su infalibilidad. El cómo se deteriora el aseguramiento cognitivo del cumplimiento de este deber es una cuestión que concierne a factores plurales, puede haberse llegado a esta situación por una extrema reincidencia del delincuente, o por la negación deliberada de la legalidad y el fundamento de esta; incluso como en el caso de las organizaciones criminales, se puede aseverar la intención de construir un sistema paralegal, de naturaleza antijurídica, y en esta amenaza yace la conformación de enemigos claros, pues su empresa delictiva va en detrimento de la legalidad misma, hacia la imposición de una anti-legalidad en toda regla. Mismo criterio puede aplicarse para una organización terrorista.
Hay que tomar atención a que la función del derecho penal, como elabora Jescheck, es tanto represiva como preventiva, lo cual entendido de manera unitaria quiere decir que el derecho penal, valiéndose de medios tales como la amenaza, la imposición y ejecución de una pena justa (gobernando la culpabilidad del acusado en este sentido), tiene como finalidad evitar que se cometan infracciones del Derecho28. El ejemplo claro de esto es el delincuente que, condenado por ladrón, es retirado de la sociedad, pues se le encarcela; y, sin embargo, ha sido juzgado como persona, en respeto a todos sus derechos constitucionalmente establecidos, añadiendo a todo esto que no ha sido marginado totalmente del exterior, ni ha sido puesto en un régimen extraordinario penitenciario, es capaz de ver cada cierto tiempo a sus seres queridos, y existe dentro del ordenamiento jurídico-penal posibilidad de reinserción. Pero el enemigo, si bien sigue siendo parte de un proceso, no disfruta de los mismos derechos, pudiéndosele restringir acceso a la defensa, a conocer los cargos de los que se le acusa, es juzgado de manera extraordinaria, y recluido en un régimen penitenciario de igual carácter, siendo aislado totalmente. Medidas drásticas que responden al elevado riesgo del individuo calificado como enemigo, y lo que significa también simbólicamente, pues su accionar hace perder vigencia al derecho, como se desarrolló anteriormente, mayor razón para ello si es parte de una organización.
26 G. Jakobs y M. Polaino-Orts, Terrorismo y Estado de derecho (Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2009), 15-16.
27 Ibídem, 18.
28 H. Jescheck y T. Weigend, Tratado de Derecho Penal. Parte General (Lima: Instituto Pacífico, 2014), 5.
Uno de los más grandes críticos del derecho penal del enemigo, Raúl Zaffaroni, la considera incompatible con el estado de derecho, y, por lo tanto, reclama una necesidad de expurgar esta tendencia del derecho penal ordinario. Si bien la defensa del estado de derecho puede pasar por utilizar adecuadamente el derecho penal del enemigo, pues es necesario utilizar ésta para defender la legalidad ante aquellos que la niegan absolutamente y establecen organizaciones para reemplazarla, como se describió en el capítulo anterior, Zaffaroni nos plantea la pregunta: ¿Quién nos dice quién es el enemigo? Y si bien existen criterios jurídicos como los de Jakobs para identificar a uno, y que se han explayado en los anteriores capítulos, la tesis de Zaffaroni pasa por identificar una causa política, la cual conecta con la idea del estado absoluto, que no admite disidencia, y, por lo tanto, ahí yace la contradicción insalvable entre estado de derecho y derecho penal del enemigo29. En suma, la creación del enemigo por el poder punitivo, controlado por el poder político, sirve como vehículo para afianzar la autoridad de los grupos dominantes, incitando la verticalidad del poder social.
Observaciones necesarias a esta formulación sería proponer una adecuada definición de estado de derecho, y establecer la vinculación entre un estado absoluto o absolutista con la definición de enemigo. Zaffaroni parece seguir la lógica de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en cuanto un régimen de derecho es aquel que defiende los derechos humanos, aunque es perfectible, por lo cual se asegura el derecho a la protesta como mecanismo para cada vez una mayor cobertura de más derechos, dándose especial énfasis en los derechos sociales que requieren la participación activa del estado, no solo su cumplimiento pasivo30. Está de más notar que esta definición de estado de derecho, si bien no es cae en razonamiento circular, como aquella que postula como principal referencia la legalidad del mismo estado, tampoco inquiere profundamente en la cuestión, pues los derechos humanos modernos, y todas las generaciones de los mismos, se dan en base a esta misma declaración hecha en 1948 por la Asamblea de las Naciones Unidad, y, como bien denota Dip, los acuerdos que se tradujeron en la declaración de los derechos humanos citada por el mismo Zaffaroni compusieron una gran cantidad de corrientes contrarias que defendían sus visiones propias, como el humanismo chino, o el marxismo de diverso cuño31, no siendo una visión que por sí sola conciliara, ni tampoco una que pueda recoger universalidad alguna.
Es mucho más apropiada la definición de estado de derecho dada por Galvao de Sousa, aportando la idea de que el Derecho es anterior al Estado, siendo el reconocimiento de este derecho preexistente, y la convicción de que el estado debe estar sujeto a él, lo que configura esencialmente el término Estado de Derecho, expandiendo la concepción del derecho no sólo a la ley, sino a los principios superiores de justicia que informan el poder político, y a los cuales ésta se somete32. Dada esta definición, la concepción del enemigo no le sería completamente ajena en cuanto aquel enemigo de la justicia representa amenaza para la legalidad en sí misma, pudiendo priorizarse medidas de contención. Esta conclusión no es alejada a la que llegan Jakobs y Polaino-Orts que elaboran una función práctica del derecho penal del enemigo en contra del terrorismo, y las organizaciones o grupos criminales, caracterizados, justamente, por negar la legalidad en el mismo momento en el cual conforman tales33. Existen, en consecuencia, si bien razones políticas para calificar a un enemigo como tal, de este razonamiento no se sigue que el poder político se beneficie como grupo dominante. Hay cuestiones comunes a todos los hombres, como la preocupación que implica el vulnerar constantemente la legalidad, y se solicitan desesperadamente soluciones adecuadas a la gravedad de las circunstancias.
La creación del enemigo, más en un sentido político que jurídico, nos la da Schmitt, quien señala la distinción entre amigo y enemigo, como criterio determinante para lo político, así como existe lo malo y lo bueno o lo feo y lo bello, también está el otro, quien no tiene que tener característica alguna más allá de ser el otro, el extraño, en un sentido particularmente intensivo, estableciendo el extremo en lo que respecta a una relación de separación total34. Esta otredad es la que observa Zaffaroni para condenar siquiera la creación de un enemigo en un plano jurídico. Sin embargo, siendo estrictos, esta otredad construida en aquel ajeno no se condice con el enemigo en el derecho penal, pues, como ya se ha ido desarrollando, éste no es totalmente ajeno, sigue siendo persona y sigue reteniendo derechos, aunque sean pocos y limitados. En el anterior párrafo se acepta a la política como factor para etiquetar al enemigo, pero esto es porque la legalidad debe poseer un fundamento más allá de sus propias normas, cayendo en un razonamiento circular de lo contrario: ¿Por qué la legalidad debe ser defendida? Porque es lo legal. ¿Y por qué esto es lo legal? Porque es la legalidad.
Schmitt mismo, en otro de sus grandes trabajos, nos ofrece una manera “jurídica” de pensar más allá del normativismo y el decisionismo, el “orden concreto”, que implicaba un orden subyacente característico a determinado contexto social-cultural que finalmente, a través de su orden impuesto por las premisas tomadas como ciertas, estructurado por instituciones y autoridades concretas, sostenía la legalidad35; intentos en contra de este orden, cuestionando las bases más fundamentales de la sociedad, ¿no contribuyen a la creación de un enemigo en alguna magnitud?
29 R. Zaffaroni, El enemigo en el derecho penal (Madrid: Dykinson, 2006), 5
30
Ibídem,
114-115
31 R. Dip, Los Derechos Humanos y el Derecho Natural. De cómo el hombre imago Dei se tornó imago hominis
(Madrid: Marcial Pons, 2009), 14
32 J. Galvao de Sousa, La Representación Política (Madrid: Marcial Pons, 2011), 53
33 G. Jakobs y M. Polaino-Orts, Persona y Enemigo. Teoría y Práctica del Derecho Penal del Enemigo (Lima: Ara Editores, 2011)
34 C. Schmitt, El Concepto de lo Político (Madrid: Alianza Editorial, 2009), 56 - 57
35 C. Schmitt On the Three Types of Juristic Thought, (Westport: Praeger, 2004), 50 - 51
Culminando, existen formas jurídico-políticas adecuadas y separadas de la mera utilización del poder por parte de los grupos dominantes para determinar al enemigo. Las tesis expuestas reflejan que, más allá de las condiciones para una verticalidad social, no pueden ignorarse aspectos fundamentales de la legalidad, y estos pueden aceptar la categoría de enemigo, máxime si son aquellos que niegan estos principios fundamentales, peor si es a través de organizaciones buscando reemplazar la legalidad. Hay que inquirir más allá de la pugna de poderes propuesta por Zaffaroni, e ir a lo esencial. Sobre esto, en el último capítulo que se desarrollará de inmediato, finalmente se pondrá en práctica lo discutido sobre el derecho penal del enemigo, y se responderá a la pregunta de si tal categoría puede tomar al menos como antecesor al hereje juzgado por los tribunales inquisitoriales.
Siguiendo con las obras de Zaffaroni, destaca aquella que, siguiendo con sus premisas anteriores, que es la instrumentalización de la categoría de enemigo para verticalizar el poder social, se introduce otro concepto fundamental para la elaboración de su cuestionamiento hacia los fundamentos de la Inquisición, más que como tribunal, como una amenaza prevalente sobre nuestra justicia actual: la emergencia social o penal que se perpetúa, las sucesivas emergencias que nunca acaban.
¿Esto es cierto considerando la reseña histórica hecha en capítulos anteriores? La respuesta es un rotundo no, se puede aceptar que existieron contextos particulares de emergencias sociales, que respondían no solo al poder estimulando estas impresiones, sino al carácter antisocial de varias herejías y al fervor popular religioso, por lo cual se constituyó la primera inquisición propiamente dicha en respuesta a la herejía cátara, así como la Inquisición española respondió a la emergencia social de los cristianos nuevos. Pero afirmar explícitamente que fueron ocho siglos de sucesivas emergencias36, si bien puede ser verdad desde la óptica de un inquisidor preocupado genuinamente por el advenimiento de nuevas herejías en cualquier momento, esto no está en consonancia con la realidad histórica: las inquisiciones nunca fueron centralizadas ni permanentes en su totalidad, y la única que puede presumir de serlo (la española), permanecía inactiva en grandes partes de la península. De haber sido realmente una emergencia, el poder punitivo hubiera sido mayor del que realmente fue. Las inquisiciones funcionaban debido a que la herejía constituía crimen civil, y en este aspecto, los métodos civiles fueron más represivos que los eclesiásticos, si bien fue una cuestión diferenciada entre los diversos reinos.
Uno de los asuntos más relevantes a la hora de teorizar la existencia de un estado policial, el cual necesariamente debió acompañar al estado absoluto, y este tributario de la idea del enemigo, es la existencia de los familiares, funcionarios de la Inquisición española cuya principal función era actuar como informantes de la Inquisición, reportando cualquier hecho pasible de ser acusado como herejía. Sin embargo, la dimensión real del familiar, como apunta Dumont, era más la de un noble deseoso de un galardón más, el cual implicaba también procesos específicos para la aplicación del poder que se le cedía, y, en general, fungían más de consejeros laicos ya ampliamente conocidos como personajes importantes antes de ser recibidos por la Inquisición como familiares37, nada que pueda evocar a una policía secreta encargada de acusar sin límites cualquier sospecha de herejía como les viniera en gana.
No sólo esto. Ya se ha desarrollado que el proceso inquisitorial se orientaba, por la naturaleza de la propia herejía, al arrepentimiento del acusado. Y es que la herejía era tanto pecado como delito, lo primero sujeto al foro interno del acusado, solo perteneciente a sus más profundas convicciones; lo segundo, al delito correspondiente al fuero judicial. La jurisdicción eclesiástica, la cual era permitida en un proceso que se iniciaba por el delito civil de herejía (pues, como se ha afirmado anteriormente, no había nadie mejor que la Iglesia para definir y defender su heterodoxia), estaba dirigida a la reconciliación con su grey, y si bien la Iglesia podía perdonar el pecado, los castigos civiles eran los que se imponían posteriormente, a veces incluso cuando la reconciliación era lograda38.
El tratamiento de la Inquisición a la herejía no despersonalizaba al hereje hasta hacerlo enemigo, al contrario, lo “personalizaba” ante una autoridad civil que, para el mantenimiento de su legalidad, se sostenía en las leyes divinas; en resumen, su legitimidad provenía de la religión. Por lo desarrollado anteriormente, podemos identificar que, en la defensa de la legalidad, es posible tratar al cual la niega tajantemente, o al fundamento de la misma, como enemigo, y con más razón a el cual se organiza para desafiarla de manera más estructurada. Las herejías, en la gran mayoría de ocasiones, disponían de grupos organizados, casi todos dentro de la misma Iglesia, donde promovían sus visiones heterodoxas. Cuando apostataban y se separaban, conformaban iglesias propias con un sentido todavía más auténtico de individualidad. Se puede dilucidar que las formas, tanto de la conformación de la herejía, como de la conformación del enemigo en la modernidad, tienen ciertas similitudes, si otorgamos el punto, no controvertido, pero sí cuestionado por los juicios de valor actuales, de que la legalidad y su legitimidad provenían de la religión. Tal y como dije al inicio de este artículo, no me es posible juzgar, si estoy haciendo una labor de historiador, a esta forma de fundamentar. Sin embargo, sí puedo advertir que en definitiva era una situación justificante para un poder como el anterior a la modernidad. Cambiar el paradigma requirió de una revolución, con el precio que ello conllevó.
Para finalizar, hay que aplicar una adecuada metodología de la historia del derecho, así sugerida por D’Ors, estableciendo una línea entre lo que sería el desarrollo moderno del derecho penal del enemigo, y las formas legales de la Inquisición, yendo desde lo actual a lo antiguo, para detectar vacíos o disrupciones de forma fidedigna39. En esta tarea, nos percatamos que todas las referencias iusfilosóficas de gravedad son aportes de autores que rompieron con la tradición escolástica, aquella que justificó la necesidad y lógica inquisitorial (precursores de ilustrados, y los ilustrados mismos: Hobbes, Kant, Rousseau, Fichte, etcétera). La Revolución Francesa, aquella que apeló a la soberanía del pueblo, y cuyos filósofos predilectos, entre muchos otros, son Kant y Rousseau, nace en base a las doctrinas liberales de la época40, y sus doctrinas iusfilosóficas son tributarias de teorías del estado correspondientes al origen del estado moderno. La Inquisición, en sus diversas formas, impartía su justicia en una forma de estado completamente diferente, no siendo ciudadanos modernos, sino súbditos, quienes eran juzgados. Sintetizando, hay notables diferencias entre el derecho penal del enemigo, los autores citados por aquellos que lo estudian, y la Inquisición; afirmar como antecedente del derecho penal del enemigo a la justicia inquisitorial puede ser superficialmente cierto, pero a profundidad, se ve descartado.
Los métodos inquisitoriales, continuando con el punto anterior, se dedicaban a reconciliar al fiel con la Iglesia, se humanizaba al reo por cuanto este no era un enemigo totalmente alejado de la reinserción, sino un posible abjurador de doctrinas equivocadas. El carácter más drástico era dado por las condenas civiles, las cuales comparten ciertos aspectos con el derecho penal del enemigo moderno, pero no puede asegurarse que el origen teórico de éste sea en base a las leyes civiles de la época medieval, más bien, como se demostró en los capítulos dedicados al derecho penal del enemigo, éste se entronca con el concepto moderno de estado, y filósofos bajo el mismo paraguas (es decir, modernos).
36 R. Zaffaroni, La Cuestión Criminal (Buenos Aires: Editorial Planeta, 2012), 43
37 J. Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición Española (Madrid: Ediciones Encuentro, 2000), 118 - 119
38 H. Charles Lea, Historia de la Inquisición Española, Vol. I (Madrid: Boletín Oficial del Estado, 2020), 612
39 A. D’Ors, Nueva Introducción al Estudio del Derecho (Madrid: Civitas Ediciones, 1999), 56
40 D. Castellano, Introducción a la Filosofía de la Política (Madrid: Marcial Pons, 2020), 87
Por lo expuesto, se puede afirmar que el Tribunal de la Inquisición, en sus diversas formas locales, dado el contexto de su tiempo, no representó precursor o símil al derecho penal del enemigo, es más, todo lo contrario. Dentro de las penas drásticas impartidas por la autoridad civil, la cual sí pudo aplicar algún símil a la idea del enemigo, pero en otro contexto jurídico, las formas de la Inquisición (en especial la española, de la cual se tiene más documentación) fueron más benignas, y se orientaban a la reinserción, si utilizamos términos penitenciarios actuales. Dejo a juicio del lector la posibilidad de que el derecho penal del enemigo moderno pueda tener como influencia a ciertos aspectos del derecho medieval, si bien no es tarea del artículo abordar en estas cuestiones. La respuesta final a la pregunta nos revela también un carácter esencial de la Inquisición, como freno final a una justicia civil mucho más dedicada a eliminar la amenaza (en este caso, la herejía), que a contemplar las posibilidades de reinsertar a la persona.
A este respecto se suma la gran dificultad de que la herejía, por lo desarrollado, era en definitiva un delito que también era de pensamiento, si bien no se hacía evidente hasta su exteriorización, y por esto juzgarlo por parte de autoridades civiles implicaba considerar el pecado (fuero interno), ante lo cual la Inquisición fue de ayuda. Si a este delito-pecado también le era común ser acompañado de otras tendencias rayando lo antisocial (como es el caso histórico de la herejía cátara, ya desarrollado), la competencia civil funcionaba no sólo para combatir la heterodoxia, sino también las consecuencias palpables de la misma; o en una sociedad con peligro de separarse, como terminó ocurriendo en la reforma protestante, marcando duros años de guerras religiosas, se puede afirmar en definitiva la existencia de una emergencia, lo cual puede ser utilizada para verticalizar el poder social, sin duda, pero que también se presenta como un problema grave en espera a ser solucionado. La legalidad no puede tener en fundamento ésta misma, pero cierto también es, que, en la búsqueda de ella, se han llevado a cabo errores y horrores, por lo que es decisión del lector si desea decantarse por una u otra tesis.
Lo que se ha demostrado este artículo es que el tribunal inquisitorial, en sus diversas formas, no ha sido una manifestación de crueldad humana e irracionalidad, sino que, a la luz de sus circunstancias, ha sabido justificarse como parte de las instituciones de su tiempo, y con un procedimiento que rehuía a la etiqueta de enemigo hasta el extremo mostrado por las mismas leyes civiles de su época, siendo de gran valor para el estudio de la historia y el derecho, sin los sesgos que están presentes hasta el momento.
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